Caballos,
los vostroyanos habían traído caballos. La inquisidora Munro observó los
animales entre el asombro y la desaprobación. Estaban genéticamente
modificados, por supuesto, con órganos bioesculpidos e inyectores de hormonas
integrados; aun así, dudaba que cumplieran su función, casi parecía una broma,
pero Lev no bromeaba, no con Ciro en peligro.
Había
pasado una semana desde que el interrogador enviara aquel mensaje encriptado.
Sólo pudieron obtener la ubicación: OM.27.7, sector vostroyano. Aquello había
inquietado más a Lev, conocía el lugar, el acceso al planeta estaba vetado por
orden del Malleus. Munro buscó referencias, pero no obtuvo ninguna, los
registros habían sido borrados o estaban protegidos. Tampoco consultó a otros
colegas, la galaxia ardía, la Cicatrix teñía de pesadillas las noches del
Imperio, nadie hubiera autorizado o le hubiera apoyado en una búsqueda como
aquella.
Ni los escáneres realizados sobre el planeta
ni los informes de vigilancia que habían encontrado en la propia Vostroya
indicaban ninguna actividad en OM.27.7, no desde hacía al menos dos siglos,
pero si el Ordo Malleus había tachado aquel mundo en su mapa era por alguna
razón. Una vez aproximados en órbita baja, el escáner por fin había detectado
rastros de energía residuales procedentes de una fortaleza semihundida en el
hielo en el sureste del planeta. Debían buscar allí.
–¡Esas
puertas! Si os viera mi Magos…
–¡Khek!
–maldijo Ivanov, que intentaba abrir el hangar desde hacía varios minutos.
Habían aterrizado allí con una nave destartalada, esperando que quienquiera que
les localizara pensara en contrabandistas.
Las
puertas terminaron cediendo con un penoso chirrido, el viento se coló en el
hangar aullando y escupiendo copos de nieve. Los vostroyanos se colocaron las
máscaras de respiración tradicionales de su planeta, Munro aceptó otra, y se
subió a uno de los caballos sin ayuda, si había sido capaz de conducir una moto
a reacción de los custodes, aquello no podía ser tan difícil.
Lev
encabezó la marcha y salieron al trote. La estática del vox resonó en los oídos
de la inquisidora en cuanto quedaron cubiertos por la noche helada de OM.27.7.
Hizo las comprobaciones. En total eran ocho, y excepto ella todos estaban
emparentados con Lev, todos primeros nacidos, todos demasiado jóvenes. Habituada
a su séquito de especialistas, aquellos reclutas sin experiencia le ponían
nerviosa. Confiaba en el legendario estoicismo de su gente, ese del que Lev
había hecho gala durante los últimos doce años. Sólo Ciro lograba ablandar al
vostroyano.
Los
caballos cumplieron su función y llegaron a las instalaciones en el tiempo
convenido, la fortaleza estaba compuesta por una serie de edificios hundidos en
lo que parecía ser un mar completamente congelado. Dejaron los animales en un
anexo y entraron. Las precauciones de Lev no sirvieron de nada, no había
guardias por ninguna parte. Conforme descendían, la inquisidora empezó a notar
un conocido picor en la piel. La disformidad acechaba allí abajo.
En
el séptimo sótano los vieron, eran una docena de marines de armadura azul
esmaltada. Uno de ellos portaba un báculo profusamente adornado y todos se
inclinaban en el borde de un cráter de varios metros de profundidad, al fondo
del cual, diez hombres y mujeres manejaban un gran taladro.
–Marines
–anunció emocionado uno de los primos de Lev.
–No
–corrigió la inquisidora–. Rúbricas. Herejes. Mantened vuestras posiciones.
Hubo
un chasquido, la máquina se detuvo y aquellos cultistas se disputaron el honor
de bajar en primer lugar por el agujero. Al parecer había una estructura
oculta.
El
hechicero no quiso esperar. Dibujó un círculo en el aire con su báculo, y la
mano libre añadió algunas runas brillantes. El edificio entero tembló cuando el
suelo bajo los cultistas cedió con un estruendo, tragándoselos. Entre los escombros
y el polvo surgió una pequeña pirámide, pulida y brillante, giró sobre sí misma
y luego flotó hasta las manos del hechicero.
–Por
el trono –musitó Lev.
Munro
trazó un plan con la rapidez que le caracterizaba:
–Tú
busca a Ciro. Los demás, necesitamos recuperar ese artefacto. El enemigo no
puede llevárselo.
–Pero…
son marines –dijo alguien.
–Rúbricas
–corrigió de nuevo. Sabía que no podían ganar, pero contaba con distraerles lo
suficiente para hacerse con el artefacto y huir–. Heréticos. Manteneos
alejados, centrad el fuego en el hechicero. Yo bajaré.
Asintieron.
–A
mi señal –confirmó ella.
Inmediatamente
los vostroyanos tomaron distintas posiciones, parapetándose tras pilares y
escombros. La inquisidora y Lev bajaron por las escaleras haciendo el mínimo
ruido posible. Para entonces ya habían desenfundado sus pistolas y sus espadas
de energía. El hechicero estaba tomándose un momento para contemplar el
artefacto, el resto de rúbricas esperaban como obedientes estatuas.
Munro
cerró los ojos. Rescató aquel maldito recuerdo de su infancia, la habitación
cuya pintura se derretía por el intenso calor, el estallido de las llamas en
cuanto su madre abrió la puerta. Sintió la pena, la ira.
El
hechicero levantó la mirada del artefacto, percatándose de qué estaba pasando
un instante antes de sentir el calor. Una ola de fuego se propagó desde una de
las puertas, engullendo a los heréticos.
–¡Ahora!
–Gritó Munro por el vox.
Los
vostroyanos dispararon. Los rúbricas dudaron dónde atacar, Lev aprovechó el
momento y abrió un agujero con su arma en el que se había llevado la peor parte
del fuego. Por la brecha se desparramó un polvillo negro con un siseo. Luego la
armadura vacía se derrumbó.
El
hechicero respondió con un rayo multicolor, hundió una sección entera aplastando
a dos de los soldados en el proceso. Los herejes intercambiaron fuego con el
resto. No aguantarían mucho más, pero Munro sólo necesitaba una oportunidad.
Ivanov
se arrastró hasta una nueva posición a pesar de sus heridas, recalibró el
arcabuz transuránico, apuntó y disparó. La bala cruzó el aire y atravesó al marine
que luchaba con Lev. El hereje cayó como una marioneta a la que hubieran
cortado los hilos.
Lev
encontró a Ciro maniatado a una máquina, pálido e inmóvil. Pensó en lo peor,
pero no se dejó paralizar por el miedo. Cortó las ataduras y comprobó el pulso,
era débil, pero estaba vivo.
A
Ivanov le temblaba la mano, pero era orgulloso, había sido el mejor
francotirador de su compañía y la muerte no iba a impedirle un último tiro.
Respiró hondo, controló su pulso y disparó. Esta vez la bala se estrelló contra
el artefacto que el hechicero aún llevaba en sus manos. Una luz cegadora hizo
que todos los allí presentes se vieran obligados a apartar la mirada.
Munro
aprovechó la oportunidad y se movió antes que ningún otro. El hechicero había
caído, el artefacto se había partido y una de las mitades yacía sobre el suelo.
La inquisidora se hizo con ella, y disparó su bolter mientras el hechicero se
levantaba torpemente y buscaba su báculo.
Lev
cogió al interrogador en brazos y salió corriendo. Un proyectil de bolter inferno
impactó en la tubería sobre sus cabezas, explotando primero y produciendo luego
una implosión que retorció el metal en espiral. El vapor ardiente se coló por
la máscara del vostroyano, y le hizo gritar de dolor, saturando el vox; aun
así, logró seguir adelante.
Munro
cerró los ojos, ayudándose de un gesto de sus manos recogió el resto de fuerza
psíquica que le quedaba y lo proyectó contra el herético. Sabía que apenas le
haría nada, pero no pretendía dañarle, sino desestabilizarle. El hechicero no
lo esperaba. El golpe apenas le empujó un metro, pero fue suficiente para
hacerle caer al cráter.
Aquellos
caballos resultaron nuevamente útiles en la huida, les alejaron de la fortaleza
a gran velocidad y sin apenas dejar rastro. El séquito de Munro les recogió una
hora después en las coordenadas convenidas.
Mientras
ascendían hacia la órbita del planeta donde esperaba su nave, la inquisidora
sacó aquella mitad del artefacto, pudo adivinar algunas runas inscritas en su
superficie, pero era un problema para otro día.
Ciro
estaba vivo. Lev no se había apartado de su cuerpo inconsciente, y mantenía sus
manos entrelazadas con las suyas. No parecía que el interrogador hubiera
sufrido ningún daño físico, pero eso inquietaba más a la inquisidora. Pese a su
agotamiento, sintió la obligación de hacer algo más, se lo debía a ambos tras
tantos años de fiel servicio. Colocó los dedos sobre las sienes de su
discípulo, y acercó su propia cabeza.
Tanteó
la oscuridad. Desgarró un fino velo de sombras. Una cacofonía de sonidos e
imágenes acudieron en un destello que anegó todos sus sentidos. La impresión le
hizo gritar. Apartó las manos y reculó unos pasos. ¿Qué había visto?
Lev
no entendió, estaba a punto de preguntar cuando Ciro abrió los ojos. El
interrogador se revolvió instintivamente hacia atrás, confuso, apartándose de
las pesadillas en que se había sumido los últimos días. Tardó un momento en
reconocer el lugar en el que se encontraba, su mirada era febril.
–¿Maestra?
Lev. Por el emperador… Le he visto. He visto al cíclope. He visto a Magnus. Ya
viene.
Me ha gustado mucho. Anticipo de algo más? El medidor de Hype se calienta.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias, señor Serviorco! Sí, la idea es hacer una serie sobre la inquisidora Munro de unos cuantos episodios, con la idea de publicar un par al mes, a ver si lo mantengo!
ResponderEliminarUn saludo