Ilustración de Blake Henriksen |
Thorgal sacó el martillo del río, el agua había limpiado
casi toda la sangre y suciedad. Pasó el dedo por la superficie y maldijo. La
brecha era ínfima, podía seguir empuñándolo todavía algún tiempo, pero el arma
estaba condenada.
Un cuerno resonó en el valle sacándole de sus pensamientos.
Lo reconoció al instante, era su regimiento y tocaban para reagruparse. Maldijo
otra vez. Se inclinó y esta vez sumergió la cara y las manos en el agua. Estaba
fría, pero eso le imprimió nuevas fuerzas. Cargó su martillo al hombro y siguió
el sonido del instrumento.
No era ya ningún pipiolo de barba corta, pero aun así
Thorgal prefirió no prestar demasiada atención a los cadáveres de sus camaradas
caídos, sencillamente eran demasiados. Pronto divisó una centena de enanos
agrupándose en torno a los restos del portaestandarte y de una improvisada hoguera. Se unió a sus compañeros
buscando entre las sucias barbas alguna cara conocida. Saludó a dos o tres,
aliviado de verlos allí, respirando a su lado, pero inmediatamente recordó a
Taïnon, su querido amigo de muchas batallas y cervezas, había muerto bajo la
zarpa de un trol.
El herrero rúnico también apareció, renqueante, apoyándose
en el báculo, pero arrastrando su pierna izquierda con visible dificultad. El
herrero echó una rápida ojeada y comprendió que ahora era quien ostentaba mayor
rango. Suspiró, cansado, y se dejó caer junto al estandarte.
Thorgal no le conocía, ni siquiera sabía su nombre, pero
gracias a él estaban vivos, sin él los hechizos del maldito chamán habrían
acabado con todo. Les había procurado el tiempo suficiente para llegar hasta aquel
brujo pielverde y aplastar su cráneo contra el suelo. Thorgal ordenó a alguno
de los enanos más jóvenes que entablillasen la pierna del herrero, luego le
pasó la petaca donde aún quedaban unos tragos de hidromiel. Aceptó de buen
grado la bebida y pareció recobrar fuerzas tras dar buena cuenta de ella.
–¿Somos los únicos supervivientes?
–Hay un par de grupos más pasando la vaguada –respondió
Thorgal–. Cargarán con los heridos y vendrán hacia aquí.
El herrero se limitó a asentir. Estaba muy concentrado
apretando los dientes mientras le fijaban la pierna. Ambos echaron un vistazo
al campo plagado de cadáveres enanos y goblins.
–Hemos conservado el paso.
–Volverán –musitó con un quejido el herrero.
–Sí, pero hoy no.
Esta vez lanzó una risa discreta, pero interrumpida
rápidamente por la tos:
–No, hoy no.
Alguien les avisó de dos pequeños grupos de enanos
acercándose hacía ellos, arcabuceros en su mayoría. El herrero asintió y probó
la estabilidad de su pierna inmovilizada. Estuvo conforme. Carraspeó, escupió y
elevó la voz hacia el grupo.
–¡Oídme bien! Soy Tarwin del clan Görn, maestro de las
runas. Hoy hemos ganado y nuestros compañeros han muerto con honor, nuestro
señor ha muerto con honor, que ese sea nuestro consuelo en tan triste victoria.
¡Ahora volveremos a Karak–Norn para descansar y traer carretas que recojan a
nuestros muertos!
Thorgal gritó su consentimiento alzando el martillo que
tantos años había empuñado en el campo de batalla. El resto de enanos siguieron
su ejemplo. Los muertos serían recordados con la dignidad que se merecían, pero
ahora se encontraban con sus ancestros y ellos debían recordar que estaban vivos
por la gracia de Valaya. El herrero le devolvió la petaca y se fijó en el arma
del guerrero.
–Buen martillo –dijo.
–Las cabezas de esos trols son demasiado duras, se ha
partido –respondió el enano.
Tarwin comprobó el arma y luego miró a Thorgal un largo
minuto. Sonrió por primera vez y le devolvió el martillo.
–Nada que no pueda arreglar cuando regresemos.
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