domingo, 25 de noviembre de 2018

[Relato 40K] Munro I: Rescate en OM.27.7


Caballos, los vostroyanos habían traído caballos. La inquisidora Munro observó los animales entre el asombro y la desaprobación. Estaban genéticamente modificados, por supuesto, con órganos bioesculpidos e inyectores de hormonas integrados; aun así, dudaba que cumplieran su función, casi parecía una broma, pero Lev no bromeaba, no con Ciro en peligro.
Había pasado una semana desde que el interrogador enviara aquel mensaje encriptado. Sólo pudieron obtener la ubicación: OM.27.7, sector vostroyano. Aquello había inquietado más a Lev, conocía el lugar, el acceso al planeta estaba vetado por orden del Malleus. Munro buscó referencias, pero no obtuvo ninguna, los registros habían sido borrados o estaban protegidos. Tampoco consultó a otros colegas, la galaxia ardía, la Cicatrix teñía de pesadillas las noches del Imperio, nadie hubiera autorizado o le hubiera apoyado en una búsqueda como aquella.
 Ni los escáneres realizados sobre el planeta ni los informes de vigilancia que habían encontrado en la propia Vostroya indicaban ninguna actividad en OM.27.7, no desde hacía al menos dos siglos, pero si el Ordo Malleus había tachado aquel mundo en su mapa era por alguna razón. Una vez aproximados en órbita baja, el escáner por fin había detectado rastros de energía residuales procedentes de una fortaleza semihundida en el hielo en el sureste del planeta. Debían buscar allí.

–¡Esas puertas! Si os viera mi Magos…
–¡Khek! –maldijo Ivanov, que intentaba abrir el hangar desde hacía varios minutos. Habían aterrizado allí con una nave destartalada, esperando que quienquiera que les localizara pensara en contrabandistas.
Las puertas terminaron cediendo con un penoso chirrido, el viento se coló en el hangar aullando y escupiendo copos de nieve. Los vostroyanos se colocaron las máscaras de respiración tradicionales de su planeta, Munro aceptó otra, y se subió a uno de los caballos sin ayuda, si había sido capaz de conducir una moto a reacción de los custodes, aquello no podía ser tan difícil.
Lev encabezó la marcha y salieron al trote. La estática del vox resonó en los oídos de la inquisidora en cuanto quedaron cubiertos por la noche helada de OM.27.7. Hizo las comprobaciones. En total eran ocho, y excepto ella todos estaban emparentados con Lev, todos primeros nacidos, todos demasiado jóvenes. Habituada a su séquito de especialistas, aquellos reclutas sin experiencia le ponían nerviosa. Confiaba en el legendario estoicismo de su gente, ese del que Lev había hecho gala durante los últimos doce años. Sólo Ciro lograba ablandar al vostroyano.
Los caballos cumplieron su función y llegaron a las instalaciones en el tiempo convenido, la fortaleza estaba compuesta por una serie de edificios hundidos en lo que parecía ser un mar completamente congelado. Dejaron los animales en un anexo y entraron. Las precauciones de Lev no sirvieron de nada, no había guardias por ninguna parte. Conforme descendían, la inquisidora empezó a notar un conocido picor en la piel. La disformidad acechaba allí abajo.
En el séptimo sótano los vieron, eran una docena de marines de armadura azul esmaltada. Uno de ellos portaba un báculo profusamente adornado y todos se inclinaban en el borde de un cráter de varios metros de profundidad, al fondo del cual, diez hombres y mujeres manejaban un gran taladro.
–Marines –anunció emocionado uno de los primos de Lev.
–No –corrigió la inquisidora–. Rúbricas. Herejes. Mantened vuestras posiciones.
Hubo un chasquido, la máquina se detuvo y aquellos cultistas se disputaron el honor de bajar en primer lugar por el agujero. Al parecer había una estructura oculta.
El hechicero no quiso esperar. Dibujó un círculo en el aire con su báculo, y la mano libre añadió algunas runas brillantes. El edificio entero tembló cuando el suelo bajo los cultistas cedió con un estruendo, tragándoselos. Entre los escombros y el polvo surgió una pequeña pirámide, pulida y brillante, giró sobre sí misma y luego flotó hasta las manos del hechicero.
–Por el trono –musitó Lev.
Munro trazó un plan con la rapidez que le caracterizaba:
–Tú busca a Ciro. Los demás, necesitamos recuperar ese artefacto. El enemigo no puede llevárselo.
–Pero… son marines –dijo alguien.
–Rúbricas –corrigió de nuevo. Sabía que no podían ganar, pero contaba con distraerles lo suficiente para hacerse con el artefacto y huir–. Heréticos. Manteneos alejados, centrad el fuego en el hechicero. Yo bajaré.
Asintieron.
–A mi señal –confirmó ella.
Inmediatamente los vostroyanos tomaron distintas posiciones, parapetándose tras pilares y escombros. La inquisidora y Lev bajaron por las escaleras haciendo el mínimo ruido posible. Para entonces ya habían desenfundado sus pistolas y sus espadas de energía. El hechicero estaba tomándose un momento para contemplar el artefacto, el resto de rúbricas esperaban como obedientes estatuas.
Munro cerró los ojos. Rescató aquel maldito recuerdo de su infancia, la habitación cuya pintura se derretía por el intenso calor, el estallido de las llamas en cuanto su madre abrió la puerta. Sintió la pena, la ira.
El hechicero levantó la mirada del artefacto, percatándose de qué estaba pasando un instante antes de sentir el calor. Una ola de fuego se propagó desde una de las puertas, engullendo a los heréticos.
–¡Ahora! –Gritó Munro por el vox.
Los vostroyanos dispararon. Los rúbricas dudaron dónde atacar, Lev aprovechó el momento y abrió un agujero con su arma en el que se había llevado la peor parte del fuego. Por la brecha se desparramó un polvillo negro con un siseo. Luego la armadura vacía se derrumbó.
El hechicero respondió con un rayo multicolor, hundió una sección entera aplastando a dos de los soldados en el proceso. Los herejes intercambiaron fuego con el resto. No aguantarían mucho más, pero Munro sólo necesitaba una oportunidad.
Ivanov se arrastró hasta una nueva posición a pesar de sus heridas, recalibró el arcabuz transuránico, apuntó y disparó. La bala cruzó el aire y atravesó al marine que luchaba con Lev. El hereje cayó como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos.
Lev encontró a Ciro maniatado a una máquina, pálido e inmóvil. Pensó en lo peor, pero no se dejó paralizar por el miedo. Cortó las ataduras y comprobó el pulso, era débil, pero estaba vivo.
A Ivanov le temblaba la mano, pero era orgulloso, había sido el mejor francotirador de su compañía y la muerte no iba a impedirle un último tiro. Respiró hondo, controló su pulso y disparó. Esta vez la bala se estrelló contra el artefacto que el hechicero aún llevaba en sus manos. Una luz cegadora hizo que todos los allí presentes se vieran obligados a apartar la mirada.
Munro aprovechó la oportunidad y se movió antes que ningún otro. El hechicero había caído, el artefacto se había partido y una de las mitades yacía sobre el suelo. La inquisidora se hizo con ella, y disparó su bolter mientras el hechicero se levantaba torpemente y buscaba su báculo.
Lev cogió al interrogador en brazos y salió corriendo. Un proyectil de bolter inferno impactó en la tubería sobre sus cabezas, explotando primero y produciendo luego una implosión que retorció el metal en espiral. El vapor ardiente se coló por la máscara del vostroyano, y le hizo gritar de dolor, saturando el vox; aun así, logró seguir adelante.
Munro cerró los ojos, ayudándose de un gesto de sus manos recogió el resto de fuerza psíquica que le quedaba y lo proyectó contra el herético. Sabía que apenas le haría nada, pero no pretendía dañarle, sino desestabilizarle. El hechicero no lo esperaba. El golpe apenas le empujó un metro, pero fue suficiente para hacerle caer al cráter.
Aquellos caballos resultaron nuevamente útiles en la huida, les alejaron de la fortaleza a gran velocidad y sin apenas dejar rastro. El séquito de Munro les recogió una hora después en las coordenadas convenidas.
Mientras ascendían hacia la órbita del planeta donde esperaba su nave, la inquisidora sacó aquella mitad del artefacto, pudo adivinar algunas runas inscritas en su superficie, pero era un problema para otro día.
Ciro estaba vivo. Lev no se había apartado de su cuerpo inconsciente, y mantenía sus manos entrelazadas con las suyas. No parecía que el interrogador hubiera sufrido ningún daño físico, pero eso inquietaba más a la inquisidora. Pese a su agotamiento, sintió la obligación de hacer algo más, se lo debía a ambos tras tantos años de fiel servicio. Colocó los dedos sobre las sienes de su discípulo, y acercó su propia cabeza.
Tanteó la oscuridad. Desgarró un fino velo de sombras. Una cacofonía de sonidos e imágenes acudieron en un destello que anegó todos sus sentidos. La impresión le hizo gritar. Apartó las manos y reculó unos pasos. ¿Qué había visto?
Lev no entendió, estaba a punto de preguntar cuando Ciro abrió los ojos. El interrogador se revolvió instintivamente hacia atrás, confuso, apartándose de las pesadillas en que se había sumido los últimos días. Tardó un momento en reconocer el lugar en el que se encontraba, su mirada era febril.
–¿Maestra? Lev. Por el emperador… Le he visto. He visto al cíclope. He visto a Magnus. Ya viene.