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Dejaron la puerta abierta, y todos
aquellos ilusos pasaron a sentarse en torno al joven rubio con cara de ángel, estaban
muy seguros de sí mismos, pero él sonreía con fingido nerviosismo. Desde su
posición, el chico podía ver un largo pasillo tras el umbral. Las lámparas
vibraron ligeramente, aumentando y disminuyendo la tensión. Ciro entendió ese
mensaje y cambio la expresión, pero a sus “captores” no les gustó aquella
repentida seguridad en su rostro.
–No los dirás todo, guapito –había
escupido uno de ello.
En ese momento, la luz
desapareció en toda la nave. Los piratas se pusieron nerviosos, se levantaron,
se insultaron, cargaron sus armas. Las lucecitas de los implantes y de los
cargadores brillaron aquí y allá, pero tampoco tuvieron tiempo de encender una
linterna o un globo de luz. El eco de unos pasos tranquilos al fondo del
pasillo les hizo guardar silencio y escuchar. Apuntaron y el sonido se detuvo,
dos largas líneas se desenroscaron con un chisporroteo eléctrico que Ciro
conocía muy bien. La punta de aquellas cosas flexibles tocó el suelo, y dejó la
marca característica de las armas de energía.
–¿Pero… qué? –esa pregunta fue
todo lo que el bruto que la había escupido fue capaz de imaginar.
–Líbranos de los relámpagos y la
tempestad –susurró una voz femenina desde el fondo de aquel pasillo, y con esas
palabras sus pasos resonaron otra vez, ahora apagados por el estridente
chirrido de sus armas arrastrándose por el suelo.
Los piratas dispararon, pero las
líneas de luz eléctrica se combaron en al aire formando un dibujo a enorme
velocidad. Por encima del estruendo de los disparos y el crujido de los electrolátigos,
la voz volvió a escucharse claramente
»De la peste –casi había llegado
a la sala. El más inteligente se lanzó contra la puerta y la cerró de golpe.
Hubo un segundo de tensión, de
silencio, alguna risa nerviosa y algunos jadeos. Luego, tras un zumbido
extraño, como el de una bobina adquiriendo gran velocidad, la puerta de acero
se deshizo en varios trozos con sus bordes incandescentes.
Ciro se echó hacia atrás, el
primer restallido de los látigos cortó al capitán a la mitad.
»Del engaño –continuó la mujer
antes de ejecutar otro golpe mortal.
»De la tentación –una finta, una
patada a otro de los que se habían acercado demasiado.
»De la guerra –un látigo se
enroscó en torno al cuello del último de los miembros de la tripulación, a tan
solo un palmo de la cara de Ciro, quien no pudo evitar ver cómo los ojos se
fundían antes de que la mujer diera un último tirón a su arma y la cabeza se
desprendiera de los hombros.
»Imperator, líbranos.
La luz volvió a la sala. La
mujer desactivó los electrolátigos y tendió una mano a Ciro para ayudarle a
levantarse. El interrogador la aceptó:
–Vaya entrada, Helena.
–Hermana Helena –le corrigió con
una mirada fiera.
–Claro, hermana. ¿Y los demás?
–Ha sido un ataque coordinado.
La nave es nuestra –hizo una pausa para enrollar los látigos mientras sus
labios formaban una oración al Emperador–. Buena idea la de hacerte apresar, ha
sido una magnífica distracción.
Ciro fingió una pequeña
reverencia, pero evitó mirar hacia el suelo de la habitación, no quería
vomitar, no delante de la sororita.
***
Horas después, los servidores ya
se habían ocupado de la limpieza. El séquito de Munro estaba reunido en la sala
de mapas. Menarius, elevado sobre sus servobrazos, manipulaba los cogitadores
empotrados en uno de los muros; mientras, Verio comprobaba los planos de la
nave en el proyector holográfico.
La inquisidora entró en compañía
de Lev, habían realizado una primera selección de la tripulación y ninguno
parecía de muy buen humor. La mujer echó un vistazo al resto de los allí
reunidos, se pasó la mano por la frente, e hizo una pausa para respirar
profundamente antes de centrarse en otro tema:
–¿Qué sabemos?
Menarius se adelantó,
descendiendo desde su posición. El resto del grupo se acercó a la mesa
holográfica:
–Los piratas robaron la corbeta
hace doce años.
–Pero su historia es más antigua
–interrumpió el sabio Verio, haciendo brillar un montón de datos en la mesa– perteneció
a la comerciante independiente Selani Trana, quien desapareció en el segmentus
obscurus hace cuatro siglos. No hay confirmación de su muerte. He encontrado
veintitrés identificaciones distintas desde entonces.
–El espíritu máquina no está de
acuerdo con eso.
–No, claro que no –Munro miró al
sabio y al magos, sus pequeñas disputas siempre resultaban divertidas– ¿Cuál
era su nombre original?
–Relámpago solar, inquisidora –se
apresuró Verio.
Munro asintió:
–Relámpago solar, pues.
Un gruñido de tuberías y hierro
crujió en toda la estancia en ese momento. Aunque no dijo nada, Menarius
sonrió.
–Ya tenemos transporte –participó
Lev–. ¿Queréis decirnos de una vez dónde debemos ir con tanta prisa?
Munro miró a Menarius instintivamente.
Uno de los servobrazos del magos cerró la puerta de la estancia con poco
cuidado. Tras el golpe, se hizo el silencio. La mujer tecleó unas coordenadas
en la mesa y ante ellos se proyectó un planeta sin lunas. La información era
escasa. Parecía un mundo agrario más.
–¿Colcha? –Preguntó Ciro– ¿No
fue allí dónde…?
–Sí –le cortó Menarius– Fue
allí.
–¿Por qué vamos allí?
–Porque no sabemos qué es el
artefacto que encontramos en OM.27.7. –prosiguió la inquisidora– Y necesitamos
respuestas. Hemos contactado con un viejo aliado, y está dispuesto a echarle un
ojo
La hermana sororita cambió de
posición, haciendo que su servoarmadura realizase varios pequeños ruiditos de
reajuste. La mujer tenía un don para oler cualquier mínima traza de herejía en
el aire:
–¿Un viejo aliado?
–Sí, su ayuda fue crítica en
Colcha. Le debemos la vida, Menarius, yo misma, y…
–Y Ella. –adivinó Ciro sin
esconder su frustración.
–Sí. Ella también estaba allí.
–¿Y quién es ese aliado? –insistió
Helena, con los ojos fijos en la inquisidora.
La política de la inquisidora
con su séquito siempre había sido la misma, practicaba una honestidad total con
ellos, con matices, claro, y manejando los tiempos a su antojo, pero se alejaba
tanto como podía de las manipulaciones que ella tuvo soportar en su día.
–Un vidente eldar renegado –dijo
sencillamente.
–¡Domine, líbranos! –musitó
Helena dando un paso atrás.
Ciro, sin embargo, soltó una
carcajada:
–Menarius y vos tenéis muchos
secretos, maestra.
La inquisidora fulminó a su
pupilo con la mirada, el interrogador enmudeció y se apartó un par de pasos de
ellos.
–El emperador sigue guiando mis
pasos, hermana Helena –respondió muy seria la inquisidora–. El vidente tiene un
poder que nosotros no. Sí, es un Xeno, pero en el pasado nos ayudó cuando otros
no lo hicieron.
–Hasta Guilliman confía en ellos
–mencionó Ciro entre dientes; aunque Helena no apreció la puntualización, pues
sus manos se fueron directamente a los electrolátigos.
–¡Blasfemo!
–Eso no es técnicamente correcto,
Ciro –puntualizó Menarius–, pero…
La discusión de unos y otros
puntos de vista sobre si los eldars eran dignos de confianza o no se prolongó
todavía varios minutos en una algarabía de todos contra todos, y sólo la
interrumpió unos golpes en la puerta de la sala. Guardaron silencio de repente,
y Menarius abrió de un tirón poco sutil, asustando a la joven en el pasillo, que
estaba pálida y parecía malnutrida. La chica se encontró con todas aquellas
caras fijas en ella, y sin saber a quién debía dirigirse en el grupo, obedeció
a sus instintos y sencillamente se arrodilló ante todos. Munro chascó la lengua,
contrariada:
–Levántate, niña. ¿Quién eres
tú? Lev, ayúdala.
El vostroyano obedeció, la joven
se irguió, si bien visiblemente acobardada al recibir tanta atención.
–Su tripulación me ha… –dudó– me
ha liberado, señora. Soy Deméter Laori, de la casa Laori.
–¡Ah! La casa Laori tenía buena
reputación entre los navegantes del sector –mencionó Verio, siempre contento de
mencionar un dato que nadie conocía–. Al menos hasta hace cinco décadas.
La chica asintió:
–Yo... –hizo una pausa– soy la
última de mi casa.
–¿Y cómo has terminado con los
piratas, criatura? –Munro se acercó a ella, hizo que levantara la cabeza con un
suave gesto de la mano enguantada, la chica tenía los ojos verdes, y tapaba su
frente con una tela bordada con hilo de oro que, sin duda, había visto días mejores.
–El capitán me compró hace… creo
que hace tres años.
–Ya –la inquisidora se volvió
hacia la sororita, que se limitó a asentir con seriedad. Tras el gesto, Munro
le dedicó una sonrisa a la navegante–. Bien. Por la gracia del Emperador, yo te
libero, niña. Resulta que la nave ahora me pertenece, soy la inquisidora Agnes
Munro y solicito tus servicios. ¿Estás dispuesta a servir al Emperador, y a mí
en su nombre?
Deméter bajó de nuevo la mirada,
quizá agobiada por aquel torrente de información, o quizá meditando sus
posibilidades. Espió las caras del resto, y se detuvo en la más agradable, la
de Ciro, quien le dedicó la sonrisa más confortante que ella podía recordar en
aquellos tres años.
–Cuidaremos de ti, Deméter –dijo
el interrogador.
Ella volvió la mirada hacia la
inquisidora, colocó la espalda muy recta, y realizó una reverencia más elegante
de lo esperado en una mujer de apariencia tan frágil.
–Será para mí un honor –dijo, y
en sus ojos asustados brilló algo más, que hizo sonreír de nuevo a la
inquisidora– ¿Cuál es el destino, señora?
–Colcha –afirmó–. Dime, Deméter,
¿qué piensas de los Eldars?
Esta vez la chica no miró a
nadie en busca de una pista, simplemente se tomó un momento para pensar la
respuesta:
–Pueden ser útiles, señora.
Aquello hizo sonreír aún más a
Munro, que se volvió hacia su séquito con un brillo de triunfo en la mirada:
–Pueden ser útiles –repitió.
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